jueves, 20 de diciembre de 2007

Estar hasta las manos es un estilo de vida

Como una suerte de programación sensorial estacional, las distintas épocas del año nos van moldeando la psiquis, las ganas, y las respuestas. Recorremos los flujos congestionados del ritmo frenético durante todo el año, para, finalmente, solo querer descargar la compulsión de la vagancia toda entera de una sola vez como una gran presa de agua que se rompe y deja que el río siga su curso. Porque en definitiva, la mayoría de las veces, nos obligamos a desviar el curso de nuestros deseos en post de algo que también deseamos pero que se choca tensionadamente todo el tiempo con lo que deseamos más instantáneamente, obteniendo así una lucha de deseos interna que conflictúa al sujeto llevándolo a niveles de estrés y alteraciones traumáticas nunca antes vistas, dejando de esta forma al descubierto que vivimos atravesados por deseos que se contraponen y generando deseos de un tercer tipo que suelen aparecer como respuestas desesperadas del tipo: “Uuff” “¡Ay!” “mátenme” o “péguenme un tiro” o los típicos: “no soporto más, es todo una mierda” y/o “¡Es imposible! ¡Imposible!” En fin, en sencillas palabras, hablamos de una manera de enfrentar las cosas que a muchos nos gusta surfear. ¿Será que nos gusta o que invariablemente siempre recaemos en ella? Quién sabe, la cosa es que hay algo claro: estar hasta las manos es un estilo de vida.
Llegamos hasta acá a los saltos, con la histeria al palo y los nervios a flor de piel listos para dar el último estacazo. Aunque lo de “listos”, quizás se trate de una bonita y políticamente correcta forma de decir que a esta altura todo nos chupa un soberano huevo y que no queremos saber nada más con nada de nada (bueno, con casi nada).
Resulta que se respira la pasividad del verano, el regocijo de esas tardes de plaza, de esas cervecitas bien frías con los pibes a la noche, de salir a comer afuera, de juntarse con cualquier excusa: el fóbal 5, la graduación de fulano, la casa nueva (desde hace 3 meses) de mengano, el partido de la final de la copa de leche de dos países de África del sur, los saludos de fin de año, las juntadas nostálgicas, los regalos y los brindis: ¿Qué serían de las últimas semanas del año si no existieran los brindis en todos los ámbitos como para escaparle a las obligaciones y aceptar que no queremos trabajar? ¡No queremos trabajar! ¡Brindis! ¡Brindis! Y brindamos más o menos así: “bueno, por este año, por muchos más, porque el año que empieza sea el año en que podamos cumplir nuestros deseos y bla bla bla…” Fenomenología de la cholulada ceremonial de las sociedades. Con esas cosas uno llega a pensar: “¡Este año, va a ser mi año!” Jaja… sin comentarios…
Entonces, con todo este contexto al cual diciembre nos expone y nos deja abiertos al limbo del eterno divague y la especulación autoengañosa, con toda esa carga anual tambaleando a punto de estallar en pedazos descomunales de hormonal “alpedismo”, con todo este calor húmedo y sofocante que no da, no da, ¿viste? Con todo eso, los muy ridículos, los muy incrédulos, pretendemos apilonar una serie de grandes apuntes arriba de una mesa y ¡sentarnos a estudiar! Cosa contradictoria, ilusoria y torturadora si las hay. Sentarse a estudiar en esta época del año es como querer evitar el inminente vómito después de haberte clavado 3 tequilas, 2 litros de birra, un fernet, un Gancia, y unos vinitos, por las dudas de que el pedo dure poco. ¿En qué estamos pensando?
El que padece (o disfruta, como alguna suerte de masoquismo adrenalínico) el estilo de vida de estar hasta las manos todo el fucking tiempo, nunca, pero nunca, nunca, se pone a estudiar con tiempo suficiente como para decir: “que bien preparado que estoy, este examen lo doy con los ojos cerrados”. Eso no existe, no lo busquen, porque no lo van a encontrar. Los que vivimos permanentemente hasta las manos, siempre, pero siempre, dejamos acumular pilas y pilas y pilas de textos que tenemos que deglutir en algunos pocos días, cuando no, horas. Se trata de momentos de estrés no apto para cardíacos y de sobredosis de cafeína y nicotina en altos niveles inéditos. Sobrevienen frases como: “¿ya me bajé el segundo atado?” o “se terminó el café” y por qué no: “qué hambre tengo, descanso un poco mientras me preparo algo para picar”. Noches y noches enteras sin dormir tratando de retener lo que no se retuvo (ni se leyó) en todo un cuatrimestre entero. El que vive constantemente hasta las manos conoce su descarriada realidad pero no puede hacer nada para evitarla.
Y sobrevienen después los autoengaños. El autoengaño puede resultar un mecanismo de defensa ante la irrefrenable realidad que se avecina: el examen. Pensamos en que llegamos. Construimos tácticas mentales de resumen temporal: “me como 3 unidades hoy y 3 mañana, llego, llego…” ¡¡Obvio que no!! ¡¡Por Dios!! Lo peor es que quizás, a veces muy probablemente, otras (mucha otras) no; aprobamos. Y cuando eso pasa nos enorgullecemos de nuestra táctica y de nuestro estilo de vida y la reafirmamos y reconfirmamos. Y cuando no aprobamos, el mecanismo de defensa se centra en otros puntos de la culpa: “¡Pero mirá lo que me tomó! ¡Son todos una manga de garcas! ¡No saben nada! ¡El sistema educativo me quiere filtrar, loco, me quiere filtrar os digo!”
Con tanto merengue primaveral, con tanta cuenta regresiva para el verano, nos encontramos en el punto de inflexión irrefrenable de querer terminarlo y empezarlo todo a la vez. Mitologías de fin de año, historias que se hilvanan melancólicas y que se bifurcan con proyecciones esperanzadoras. Tiempos de balances, tiempos de replanteos y por qué no, de proponerse cambios. Tiempos en los que las cosas pueden tornarse pluridimensionales, expandirse en una multiplicidad de facetas y caras que antes pasaban desapercibidas. Encontramos caminos nuevos, tanteamos el horizonte, repensamos y desenterramos “anhelos de satisfacción”. Los que vivimos hasta las manos constantemente nunca tenemos un plan b, nos manejamos al ritmo de la improvisación, la desesperación y la caradurez extrema (en casos como lo de los exámenes, claro). Pero también, aceptamos todo lo que nos viene, abarcamos todas las posibilidades de tomar ese tren que uno espera todo el tiempo y nunca sabe de qué lado puede venir ni hacia dónde puede llevar concretamente. Ese tren quizás pase hoy, quizás mañana o quizás ya pasó. Pero siempre, siempre y todo el tiempo, debemos tener claro que ese tren está ahí aguardando nuestro abordaje. Porque es por, para y desde nosotros mismos hacia los demás y porque lo último que se pierde (¡Ay! Qué cursi) es la fe.
Y el tiempo no existe. El tiempo es efímero e ilusorio. El tiempo puede depender de los ojos que tengas enfrente o de la hoja en blanco que no se puede llenar, de los apuntes sin leer apilonados o de los bolsos a medio hacer. El tiempo y los calendarios nada dicen de nosotros mismos más que de una forma de organizarnos. Que de un segundo al otro empecemos un año nuevo nada producirá en nosotros más que un pensamiento al respecto y un brindis. El cambio, la transposición de significante modificación vivencial que produciría el año nuevo en realidad ocurre dentro nuestro y en nuestro tiempo y momento más querido. Ojalá nos podamos encontrar todos en ese tren. ¡Ya viene, ya viene! Hay que correr todo el tiempo para hacer que venga, no existe la táctica de prender un cigarrillo para hacerlo aparecer. Nos quejamos de vivir hasta las manos, pero nos gusta, corremos todo el tiempo, miramos por el andén, volvemos a correr, lloramos un poco, reímos mucho, sentimos miedos y agobiantes desconsuelos, sentimos vivos los sueños y pensamos en futuros y presentes. ¡Rápido que viene, en cualquier momento! Nos vemos en alguno de sus vagones.

jueves, 20 de septiembre de 2007

A casi un cuarto de siglo

Y sin embargo, comprender que todo es tan volátil puede ser la esencia del placer. No importa. La nostalgia, como un contrapunto tirante, nos devuelve la imagen anecdótica de un pasado que se hace carne todos los días, que es tierra y fuego tanto como cenizas y olvido.
“¿Qué es lo que ocurre después de tanto tiempo?” Preguntaba el Carpo. Podemos mirarnos al espejo y reflexionar, o simplemente no hacer eco de la marea y seguir buceando los segundos que se marchitan en cada bocanada de aire. A casi un cuarto de siglo de mi primer segundo marchito, la reflexión me llevó al contrapunto tirante, y la marea fue provocada por la atracción de galerías que parecían olvidadas. Senderos que, más que borrarse en las penumbras, conviven en otro plano.
“Hubo un tiempo en que fui hermoso… (de bebe) … y fui libre de verdad (en el vientre)” Pero no seamos tan dramáticos, puede ser un problema generacional. Somos hijos de los `90s, y eso ya es mucho. Nuestros estandartes son simples: “una bandera que diga Che Guevara, un par de rockanroles y un porro pa´fumar”. O no tanto: generación x, generación grunge, neo punk, generación esquina, neo hippie, generación aguante. “Este es el aguante, hasta yo lo vi”. El remate es todo por dos pesos y el tipo de cambio es un empate chamuyadamente técnico. De la cajita felíz a los Guns ´n´ Roses, de los Guns a los Redondos, de los Redondos a la esquina y de la esquina a la primer birra de litro (y van…) Pero eso no se acerca ni un poco, tenemos otras estrofas que cantar: “no tengo futuro, no tengo trabajo…”
La marea es atraída por cenizas que hablan por hoy. En algún punto, somos una generación negada. Desaparecida una, negada la otra. Hay un sentimiento de no pertenencia, hay una sensación de ultraje y, quizás, la natural resolución de conquistar sectores popularmente protagónicos. No todo pasa en el escenario o en la cancha. Existe el tablón (aunque antes también) y existe (o existió) la bengala en los pogos. ¿Generación del trapo? Hay un grito de presente que de tan furioso y desesperado pasa desapercibido o se canaliza en explicaciones simplistas. ¿No será que el círculo en el pogo de “Cielito Lindo” es el cuarto Divididos? ¿Y si las bengalas, más que una negligencia, eran los instrumentos dramáticos de ese otro escenario? Por supuesto, las banderas hablan, o gritan presente. ¿El pogo más grande del mundo? Jijiji, ya sabemos.
También somos una generación que baila cumbia y reggaetón, pero eso no es tan nuevo. Antes los teníamos a los Decadentes (ah, si, ahora también), a Vilma Palma, a ¡Pocho la pantera!, Alsides, Ricky, Gladys, y Gilda. Y de ahí a Sombras hay un paso, y de Sombras a “La guerra de los colores”, otro. Y de ahí al “Pibe cantina” y del cantina a “damas graaatiii” y después, la comparación del “gungsta” sudaca con el “gungsta” yanki fue tan obvia que del hip-hop y la movida latina, voilá: Reggaetón. Y lo del caño en la televisión tampoco es nuevo. Claro que ahora está Nazarena Velez semidesnuda junto al caño, y antes estaba el Teto Medina bajando por el caño de Ritmo de la noche. En fin (Marcelito tendrá algún tipo de obsesión con los caños, y no de los que se pitan). Para consuelo de algunos, existe You Tube.
¿Y cómo olvidar las tardes con el Inspector Gayet y los Pitufos?, ahí nomás del clásico: “Yo me quiero casarrr… ¿y ud?” Y el hipopótamo verde de Pumper, los “Piluki” primero y los avanzados (e importados noventísticamente) “Micro Machines” después. Los Transformers (hoy los fans de culto aplauden ante la aparición del Optimus Prime hollywoodense de última generación). Los “Snorkles”, Cablín… ¡VCC! Y HBO como parte de la programación normal, “360, todo para ver” (a que se acuerdan la cortina), “Montaña Rusa”, “La banda del Golden Rocket”, etc, etc. Así podríamos seguir por horas, seamos sinceros, padecemos de “Sobredosis de tv”. Hasta que de pronto (Flash! La chica del bikini azul). No, pasó algo por la misma época que hoy sigue tan, y quizás más actual que nunca. Y no es Nirvana. ¡Llegaron Los Simpsons! Y desde entonces, nuestra cultura específica de generación mutaría para siempre. Claramente, somos la generación Simpson. Sin ir más lejos, el Pity ya lo dijo: “mirando los Simpsons y fumando…”
Y existen contradicciones muy fuertes, altamente significantes. Valoramos lo nuestro… ¿no? Pero pareciera ser que el verosímil de éxito y calidad, o el estereotipo de lo que debiera ser, sigue siendo importado, y más precisamente, del norte. No, Bolivia no, más al norte, allá, arriba de México y debajo de Canadá. Y por qué no de Europa, ya lo dijo Don Domingo Faustino, lo que debiera ser no usaba boleadoras. Dominguito, billete de 50 pesos. ¿Y en el de 100 que es el más alto? Roca… vamos bárbaro. O tal vez tiene su lógica ¿quién sabe? El ser humano es un ente contradictorio, atravesado en toda su construcción personal por incalculables circuitos de contradictorias descargas. Y en esa semiosis personal, las inevitables tensiones. No obstante, además de negada, somos una generación en constante tensión. Los mecanismos van por detrás, ocultos, o no tanto si se los observa bien.
No es casualidad que ésta sea una generación generalmente apolítica. Aunque la cara del Che sea un producto bien marketinero y sus remeras deambulen multitudinariamente, “ya nadie va a escuchar tu remera”, y quizás, empezando por casa. El discurso “progre” está de moda. Pero la queja es tan cómoda como la pasividad, y el descreimiento la mejor excusa, o la nueva creencia, o la convicción política que nos inculcaron tener. Somos los hijos del consumo, somos los hijos de las grandes promesas que no se pueden cumplir de igual forma para todos. Nuestros discursos setentistas hoy ya casi no chocan, hoy son parte de lo hegemónico, y el setentista, parte de un target. Por más “Matrix”, “V de venganza” o “Club de la pelea” que veamos. ¿Lógica de mercado o aburguesamiento de izquierda? ¿Ambas cosas? ¿Cultura masiva y popular? ¿Dónde quedan las alternativas? Las tensiones son ruidos. No escuchar los ruidos es seguir la corriente. Pero, aturdirse y paralizarse, ¿qué es?
De sordera en sordera intentamos seguir avanzando, no quedarnos truncos, buscar un lugar. Y resulta que empieza a ocurrir lo que no esperábamos tan pronto. Comenzamos a caer en la cuenta de que es hora de maniobrar el timón. Y la marea sigue allí, quizás más alta y sinuosa que nunca. ¿O será que siempre en nuestros momentos de flaqueza y temor sentimos que es el peor de todos los momentos y que nunca las aguas se van a calmar y el avistamiento de un horizonte se va a aclarar? Los segundos se perciben más vitales y el mundo que antes nos aguardaba ahora empieza a ser nuestro. Y nuestros códigos aparecen multiplicados en todo discurso, y nuestros guiños y nuestras señas ya no se enfrentan a ese mundo que ya no nos espera. Es ahora y siempre, entre la bronca y la resignación, es ahora o nunca, entre los sueños y las adversidades. Es ahora, sin más. Y puesto que todo avanza, que “Todo pasa” y que “El tiempo no para”, si no vislumbramos horizonte alguno, será cuestión de empezar a construirlo.

jueves, 14 de diciembre de 2006

Introducción

Voy a la deriva de lo que dicta el viento intentando manipular las velas, a veces funciona y otras tantas no. Junto a ese fluir, ser un espectador no es ver pasar las cosas delante de uno sin hacer absolutamente nada. Un espectador reconoce y construye para luego operar. Un espectador forma parte y participa activamente, lo quiera o no. Y en ese ser, en esa inevitable intersección opera un efecto, y ese efecto esconde una causa. Misterio de rumbo, constelaciones de nada, de dudas, de nortes mutantes y esquivos. Una sed original y un desengaño construido… El tiempo se va y ya es hora.
Intro-spección

En un lienzo estallado con miles de millones de estrellas y de astros como granos de arena en una infinita playa hay un grupo conformando un espiral de intensa luminosidad. En ese espiral hay muchos sistemas y en esos sistemas muchos planetas girando alrededor de una estrella. En uno de ellos hay un sol y la tercer cosa que ese sol cobija es un astro de profundos océanos. En ese astro hay miles de millones de personas y lugares y flora y fauna y relieves y climas y ecosistemas y miles de millones de años de historia bajo el sol y la luna. En esa milenaria historia hay una especie que evolucionó hasta prevalecer sobre las demás agrupándose en países y ciudades. En una de ellas hay un río. Y muy cerca del río hay un mirador. Y junto al mirador estoy yo. Y en mí, la introspección. Y en la introspección, la ignorancia.
Alguna vez uno se da cuenta de la ignorancia. Es en ese instante en que todo el paquete de lo que se es y lo que se sabe comienza a fisurarse derramando desesperación, o por lo menos, alguna que otra gota de desconcierto existencial. Pero no se trata de descubrir la ignorancia por primera vez, sino de tomar contacto con ella en otra faceta distinta a la cotidiana, al tipo de ignorancia que acompaña a todos los actos. Se trata de palpar en un preciso momento revelador la inconsistencia de lo que vulgarmente se denomina verdad y que tiene la capacidad de mover al mundo de aquí para allá. O sea, el cuestionamiento del propio conocimiento, y lo que es peor, de la propia capacidad de tal.
Por momentos se impone el vicio de entender hasta caer en la cuenta de que todo gira en torno a una construcción: dialéctica, cultural, empírica, espiritual, nosotros mismos nos autoconstruímos y desde esa cápsula salimos al mundo para edificarlo, para aprehenderlo y confiar en que todo es sólido y sustentable.
Hay un misterio milenario, una antagónica relación simbiótica que intenta, conspira, ordena el rumbo, el ritmo y el caos: casualidad o causalidad. El destino como telón de fondo y la intriga del tipo "causa y efecto" conspirando nuestros pasos.
No hay misterio más profundo que eso. Los encadenamientos infinitos que a través del tiempo nos ubican en uno o en otro lugar. Me pregunto cómo se conforma semejante imposición. Pensar en casualidades es pensar en algo infinitamente frágil. Tan frágil como una gota de rocío tambaleándose en una hoja de verde incertidumbre. Delicado y exquisitamente caprichoso como el llanto de un bebé. La vida misma como una casualidad, algo dado porque sí, algo que es y está y punto. Demasiado involuntarismo. Existe realmente una cadena de hechos que determinan cualquier situación actual, una enciclopedia ilustrada atemporal porque milenarias acciones van retratando las situaciones, completándolas en un impreciso cuadro sin marco. Se trata de buscar la unidad mínima, las unidades conformantes: los átomos del destino. Diversos átomos que copulan entre sí y explican el aquí y el ahora.
Y pensarlo un poco, hundirme de fondo en esa incertidumbre me lleva a comprender que la red de átomos es infinita y abarca a todo el mundo. Una especie de árbol genealógico, cada vez que se retrocede se expande más y más. La unidad es inevitable, se aparece casi matemáticamente. ¿Cuántas personas que no conozco y nunca conoceré influyeron directa o indirectamente en mi vida? Pendemos de un hilo, oscilamos en el viento atados al ritmo de la unidad. Intento manipular las velas, a veces funciona y otras tantas no. Será que no somos solos.