Como una suerte de programación sensorial estacional, las distintas épocas del año nos van moldeando la psiquis, las ganas, y las respuestas. Recorremos los flujos congestionados del ritmo frenético durante todo el año, para, finalmente, solo querer descargar la compulsión de la vagancia toda entera de una sola vez como una gran presa de agua que se rompe y deja que el río siga su curso. Porque en definitiva, la mayoría de las veces, nos obligamos a desviar el curso de nuestros deseos en post de algo que también deseamos pero que se choca tensionadamente todo el tiempo con lo que deseamos más instantáneamente, obteniendo así una lucha de deseos interna que conflictúa al sujeto llevándolo a niveles de estrés y alteraciones traumáticas nunca antes vistas, dejando de esta forma al descubierto que vivimos atravesados por deseos que se contraponen y generando deseos de un tercer tipo que suelen aparecer como respuestas desesperadas del tipo: “Uuff” “¡Ay!” “mátenme” o “péguenme un tiro” o los típicos: “no soporto más, es todo una mierda” y/o “¡Es imposible! ¡Imposible!” En fin, en sencillas palabras, hablamos de una manera de enfrentar las cosas que a muchos nos gusta surfear. ¿Será que nos gusta o que invariablemente siempre recaemos en ella? Quién sabe, la cosa es que hay algo claro: estar hasta las manos es un estilo de vida.
Llegamos hasta acá a los saltos, con la histeria al palo y los nervios a flor de piel listos para dar el último estacazo. Aunque lo de “listos”, quizás se trate de una bonita y políticamente correcta forma de decir que a esta altura todo nos chupa un soberano huevo y que no queremos saber nada más con nada de nada (bueno, con casi nada).
Resulta que se respira la pasividad del verano, el regocijo de esas tardes de plaza, de esas cervecitas bien frías con los pibes a la noche, de salir a comer afuera, de juntarse con cualquier excusa: el fóbal 5, la graduación de fulano, la casa nueva (desde hace 3 meses) de mengano, el partido de la final de la copa de leche de dos países de África del sur, los saludos de fin de año, las juntadas nostálgicas, los regalos y los brindis: ¿Qué serían de las últimas semanas del año si no existieran los brindis en todos los ámbitos como para escaparle a las obligaciones y aceptar que no queremos trabajar? ¡No queremos trabajar! ¡Brindis! ¡Brindis! Y brindamos más o menos así: “bueno, por este año, por muchos más, porque el año que empieza sea el año en que podamos cumplir nuestros deseos y bla bla bla…” Fenomenología de la cholulada ceremonial de las sociedades. Con esas cosas uno llega a pensar: “¡Este año, va a ser mi año!” Jaja… sin comentarios…
Entonces, con todo este contexto al cual diciembre nos expone y nos deja abiertos al limbo del eterno divague y la especulación autoengañosa, con toda esa carga anual tambaleando a punto de estallar en pedazos descomunales de hormonal “alpedismo”, con todo este calor húmedo y sofocante que no da, no da, ¿viste? Con todo eso, los muy ridículos, los muy incrédulos, pretendemos apilonar una serie de grandes apuntes arriba de una mesa y ¡sentarnos a estudiar! Cosa contradictoria, ilusoria y torturadora si las hay. Sentarse a estudiar en esta época del año es como querer evitar el inminente vómito después de haberte clavado 3 tequilas, 2 litros de birra, un fernet, un Gancia, y unos vinitos, por las dudas de que el pedo dure poco. ¿En qué estamos pensando?
El que padece (o disfruta, como alguna suerte de masoquismo adrenalínico) el estilo de vida de estar hasta las manos todo el fucking tiempo, nunca, pero nunca, nunca, se pone a estudiar con tiempo suficiente como para decir: “que bien preparado que estoy, este examen lo doy con los ojos cerrados”. Eso no existe, no lo busquen, porque no lo van a encontrar. Los que vivimos permanentemente hasta las manos, siempre, pero siempre, dejamos acumular pilas y pilas y pilas de textos que tenemos que deglutir en algunos pocos días, cuando no, horas. Se trata de momentos de estrés no apto para cardíacos y de sobredosis de cafeína y nicotina en altos niveles inéditos. Sobrevienen frases como: “¿ya me bajé el segundo atado?” o “se terminó el café” y por qué no: “qué hambre tengo, descanso un poco mientras me preparo algo para picar”. Noches y noches enteras sin dormir tratando de retener lo que no se retuvo (ni se leyó) en todo un cuatrimestre entero. El que vive constantemente hasta las manos conoce su descarriada realidad pero no puede hacer nada para evitarla.
Y sobrevienen después los autoengaños. El autoengaño puede resultar un mecanismo de defensa ante la irrefrenable realidad que se avecina: el examen. Pensamos en que llegamos. Construimos tácticas mentales de resumen temporal: “me como 3 unidades hoy y 3 mañana, llego, llego…” ¡¡Obvio que no!! ¡¡Por Dios!! Lo peor es que quizás, a veces muy probablemente, otras (mucha otras) no; aprobamos. Y cuando eso pasa nos enorgullecemos de nuestra táctica y de nuestro estilo de vida y la reafirmamos y reconfirmamos. Y cuando no aprobamos, el mecanismo de defensa se centra en otros puntos de la culpa: “¡Pero mirá lo que me tomó! ¡Son todos una manga de garcas! ¡No saben nada! ¡El sistema educativo me quiere filtrar, loco, me quiere filtrar os digo!”
Con tanto merengue primaveral, con tanta cuenta regresiva para el verano, nos encontramos en el punto de inflexión irrefrenable de querer terminarlo y empezarlo todo a la vez. Mitologías de fin de año, historias que se hilvanan melancólicas y que se bifurcan con proyecciones esperanzadoras. Tiempos de balances, tiempos de replanteos y por qué no, de proponerse cambios. Tiempos en los que las cosas pueden tornarse pluridimensionales, expandirse en una multiplicidad de facetas y caras que antes pasaban desapercibidas. Encontramos caminos nuevos, tanteamos el horizonte, repensamos y desenterramos “anhelos de satisfacción”. Los que vivimos hasta las manos constantemente nunca tenemos un plan b, nos manejamos al ritmo de la improvisación, la desesperación y la caradurez extrema (en casos como lo de los exámenes, claro). Pero también, aceptamos todo lo que nos viene, abarcamos todas las posibilidades de tomar ese tren que uno espera todo el tiempo y nunca sabe de qué lado puede venir ni hacia dónde puede llevar concretamente. Ese tren quizás pase hoy, quizás mañana o quizás ya pasó. Pero siempre, siempre y todo el tiempo, debemos tener claro que ese tren está ahí aguardando nuestro abordaje. Porque es por, para y desde nosotros mismos hacia los demás y porque lo último que se pierde (¡Ay! Qué cursi) es la fe.
Y el tiempo no existe. El tiempo es efímero e ilusorio. El tiempo puede depender de los ojos que tengas enfrente o de la hoja en blanco que no se puede llenar, de los apuntes sin leer apilonados o de los bolsos a medio hacer. El tiempo y los calendarios nada dicen de nosotros mismos más que de una forma de organizarnos. Que de un segundo al otro empecemos un año nuevo nada producirá en nosotros más que un pensamiento al respecto y un brindis. El cambio, la transposición de significante modificación vivencial que produciría el año nuevo en realidad ocurre dentro nuestro y en nuestro tiempo y momento más querido. Ojalá nos podamos encontrar todos en ese tren. ¡Ya viene, ya viene! Hay que correr todo el tiempo para hacer que venga, no existe la táctica de prender un cigarrillo para hacerlo aparecer. Nos quejamos de vivir hasta las manos, pero nos gusta, corremos todo el tiempo, miramos por el andén, volvemos a correr, lloramos un poco, reímos mucho, sentimos miedos y agobiantes desconsuelos, sentimos vivos los sueños y pensamos en futuros y presentes. ¡Rápido que viene, en cualquier momento! Nos vemos en alguno de sus vagones.
Llegamos hasta acá a los saltos, con la histeria al palo y los nervios a flor de piel listos para dar el último estacazo. Aunque lo de “listos”, quizás se trate de una bonita y políticamente correcta forma de decir que a esta altura todo nos chupa un soberano huevo y que no queremos saber nada más con nada de nada (bueno, con casi nada).
Resulta que se respira la pasividad del verano, el regocijo de esas tardes de plaza, de esas cervecitas bien frías con los pibes a la noche, de salir a comer afuera, de juntarse con cualquier excusa: el fóbal 5, la graduación de fulano, la casa nueva (desde hace 3 meses) de mengano, el partido de la final de la copa de leche de dos países de África del sur, los saludos de fin de año, las juntadas nostálgicas, los regalos y los brindis: ¿Qué serían de las últimas semanas del año si no existieran los brindis en todos los ámbitos como para escaparle a las obligaciones y aceptar que no queremos trabajar? ¡No queremos trabajar! ¡Brindis! ¡Brindis! Y brindamos más o menos así: “bueno, por este año, por muchos más, porque el año que empieza sea el año en que podamos cumplir nuestros deseos y bla bla bla…” Fenomenología de la cholulada ceremonial de las sociedades. Con esas cosas uno llega a pensar: “¡Este año, va a ser mi año!” Jaja… sin comentarios…
Entonces, con todo este contexto al cual diciembre nos expone y nos deja abiertos al limbo del eterno divague y la especulación autoengañosa, con toda esa carga anual tambaleando a punto de estallar en pedazos descomunales de hormonal “alpedismo”, con todo este calor húmedo y sofocante que no da, no da, ¿viste? Con todo eso, los muy ridículos, los muy incrédulos, pretendemos apilonar una serie de grandes apuntes arriba de una mesa y ¡sentarnos a estudiar! Cosa contradictoria, ilusoria y torturadora si las hay. Sentarse a estudiar en esta época del año es como querer evitar el inminente vómito después de haberte clavado 3 tequilas, 2 litros de birra, un fernet, un Gancia, y unos vinitos, por las dudas de que el pedo dure poco. ¿En qué estamos pensando?
El que padece (o disfruta, como alguna suerte de masoquismo adrenalínico) el estilo de vida de estar hasta las manos todo el fucking tiempo, nunca, pero nunca, nunca, se pone a estudiar con tiempo suficiente como para decir: “que bien preparado que estoy, este examen lo doy con los ojos cerrados”. Eso no existe, no lo busquen, porque no lo van a encontrar. Los que vivimos permanentemente hasta las manos, siempre, pero siempre, dejamos acumular pilas y pilas y pilas de textos que tenemos que deglutir en algunos pocos días, cuando no, horas. Se trata de momentos de estrés no apto para cardíacos y de sobredosis de cafeína y nicotina en altos niveles inéditos. Sobrevienen frases como: “¿ya me bajé el segundo atado?” o “se terminó el café” y por qué no: “qué hambre tengo, descanso un poco mientras me preparo algo para picar”. Noches y noches enteras sin dormir tratando de retener lo que no se retuvo (ni se leyó) en todo un cuatrimestre entero. El que vive constantemente hasta las manos conoce su descarriada realidad pero no puede hacer nada para evitarla.
Y sobrevienen después los autoengaños. El autoengaño puede resultar un mecanismo de defensa ante la irrefrenable realidad que se avecina: el examen. Pensamos en que llegamos. Construimos tácticas mentales de resumen temporal: “me como 3 unidades hoy y 3 mañana, llego, llego…” ¡¡Obvio que no!! ¡¡Por Dios!! Lo peor es que quizás, a veces muy probablemente, otras (mucha otras) no; aprobamos. Y cuando eso pasa nos enorgullecemos de nuestra táctica y de nuestro estilo de vida y la reafirmamos y reconfirmamos. Y cuando no aprobamos, el mecanismo de defensa se centra en otros puntos de la culpa: “¡Pero mirá lo que me tomó! ¡Son todos una manga de garcas! ¡No saben nada! ¡El sistema educativo me quiere filtrar, loco, me quiere filtrar os digo!”
Con tanto merengue primaveral, con tanta cuenta regresiva para el verano, nos encontramos en el punto de inflexión irrefrenable de querer terminarlo y empezarlo todo a la vez. Mitologías de fin de año, historias que se hilvanan melancólicas y que se bifurcan con proyecciones esperanzadoras. Tiempos de balances, tiempos de replanteos y por qué no, de proponerse cambios. Tiempos en los que las cosas pueden tornarse pluridimensionales, expandirse en una multiplicidad de facetas y caras que antes pasaban desapercibidas. Encontramos caminos nuevos, tanteamos el horizonte, repensamos y desenterramos “anhelos de satisfacción”. Los que vivimos hasta las manos constantemente nunca tenemos un plan b, nos manejamos al ritmo de la improvisación, la desesperación y la caradurez extrema (en casos como lo de los exámenes, claro). Pero también, aceptamos todo lo que nos viene, abarcamos todas las posibilidades de tomar ese tren que uno espera todo el tiempo y nunca sabe de qué lado puede venir ni hacia dónde puede llevar concretamente. Ese tren quizás pase hoy, quizás mañana o quizás ya pasó. Pero siempre, siempre y todo el tiempo, debemos tener claro que ese tren está ahí aguardando nuestro abordaje. Porque es por, para y desde nosotros mismos hacia los demás y porque lo último que se pierde (¡Ay! Qué cursi) es la fe.
Y el tiempo no existe. El tiempo es efímero e ilusorio. El tiempo puede depender de los ojos que tengas enfrente o de la hoja en blanco que no se puede llenar, de los apuntes sin leer apilonados o de los bolsos a medio hacer. El tiempo y los calendarios nada dicen de nosotros mismos más que de una forma de organizarnos. Que de un segundo al otro empecemos un año nuevo nada producirá en nosotros más que un pensamiento al respecto y un brindis. El cambio, la transposición de significante modificación vivencial que produciría el año nuevo en realidad ocurre dentro nuestro y en nuestro tiempo y momento más querido. Ojalá nos podamos encontrar todos en ese tren. ¡Ya viene, ya viene! Hay que correr todo el tiempo para hacer que venga, no existe la táctica de prender un cigarrillo para hacerlo aparecer. Nos quejamos de vivir hasta las manos, pero nos gusta, corremos todo el tiempo, miramos por el andén, volvemos a correr, lloramos un poco, reímos mucho, sentimos miedos y agobiantes desconsuelos, sentimos vivos los sueños y pensamos en futuros y presentes. ¡Rápido que viene, en cualquier momento! Nos vemos en alguno de sus vagones.
1 comentario:
No c No c, todo depende con quien y con que c este hasta las manos nene! xque la verdad q para etarlo en atento no c si matame posta!juaz, maestriñi actualiza tu blig q escribis vonito querido, no t cuelgues!chan, paulaAT09'02902. BESO.
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